Alain Finkielkraut en “La humanidad perdida” analiza el testimonio de un oficial italiano, Emilio Lussu, durante la Primera Guerra Mundial, para ilustrar la única manera en que podemos matar a otra persona: despojándolo de sus cualidades humanas. Llamarlo “enemigo” es una de las tantas maneras para no ver la persona detrás de ese rótulo y justificar el crimen.
A propósito de esta idea, Finkielkraut trae el relato de Lussu, de 1916, en el que narra su experiencia en la meseta de Asiago al encontrarse al enemigo, totalmente expuesto y vulnerable, a su voluntad. Era una noche clara de septiembre cuando junto a otro soldado se había aventurado en el monte para tratar de localizar el cañón de los austriacos, que llevaba días machacando sus líneas. Tras haber caminado a gatas en la noche, había llegado casualmente a un sitio desde donde podía espiar la trinchera enemiga, sin ser descubierto y a una distancia muy corta. Allí, se ofreció a su mirada un espectáculo extrañamente familiar. El panorama que ahora contemplaba el oficial era muy diferente a las imágenes que le evocaban las trincheras enemigas. Para su sorpresa, y no porque no supiera que los austriacos también son personas como ellos, hombres y soldados como ellos, uniformados como ellos; se movían, hablaban y tomaban café, exactamente igual y a la misma hora que lo hacían sus camaradas a algunos metros de distancia. Lo cierto es que algo extraño estaba ocurriendo en la conciencia de Lussu, que se preguntaba “están tomando café, pero ¿qué tiene de extraordinario que tomen café? ¿Acaso el enemigo podía vivir sin comer y sin beber? Seguro que no. Entonces ¿cuál era la razón de mi asombro?”
Mientras estas reflexiones discurrían en la cabeza de Lussu al observar la normalidad de la trinchera enemiga, cuenta que de repente llega al lugar un oficial. Inmediatamente los soldados enmudecen y se apartan. En ese momento Lussu, que llevaba tiempo haciendo la guerra y que incluso había adquirido una mentalidad de guerra, empuña el fusil del cabo que le acompaña. Se dice que después de tantas horas de espera, de tantas patrullas, de tanto suelo perdido, sería una locura dejar escapar esa pieza de casa mayor que pasa a su alcance. Pero un gesto dará al traste con esta determinación belicosa.
El oficial austriaco encendió un cigarrillo. Fumaba. Ese cigarrillo creó una relación imprevista entre él y yo. En cuanto vi el humo, sentí dentro de mí las ganas de fumar. Este deseo me hizo pensar que yo también tenía cigarrillos. Todo esto duró un instante. Mi acción de apuntar, de mecánica pasó a razonada. Tuve que pensar que estaba apuntando el arma y que estaba apuntando contra alguien. El índice, apoyado en el gatillo, aflojó la presión. Estaba pensando. Estaba obligado a pensar […]. Puede que esa calma completa alejara mi espíritu de la guerra. Tenía frente a mí a un oficial, joven, ajeno al peligro que lo amenazaba. No podía marrar el tiro. Podría haber disparado mil veces a esa distancia sin fallar ni una sola vez. No tenía más que apretar el gatillo: el oficial se habría desplomado. La certeza de que su vida dependía de mi voluntad me hacía vacilar. ¡Tenía frente a mí a un hombre, a un hombre! ¡Un hombre!
El oficial italiano seguía pensando para sus adentros: “disparar así, a unos pasos, a un hombre… ¡como si fuera un jabalí!”… Conmocionado tras revelársele la humanidad de quien hasta entonces no era más que su «objetivo», experimentaba la imposibilidad de quitarle la vida a un semejante. El acto de encender un cigarrillo, reflexiona Finkielkraut, despoja al oficial enemigo de sus dos atributos: de oficial y de enemigo. «Lo que pone al descubierto no son ya esas determinaciones visibles de su ser, sino esa forma abstracta, independiente del estatuto, de la función, del rango y de la nacionalidad: su humanidad misma». La compasión se adueña de él y vivencia esa sensación de que llegó a la cima de la meseta siendo uno y helo aquí ahora siendo dos. Esta empatía irresistible metamorfosea en asesino potencial al militar inescrupuloso que todavía era unos momentos antes. Esta “fusión y debacle repentina de la disposición autista”, explica Finkielkraut, le vuelve pasajeramente no apto para su oficio de soldado.
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