Asistimos a un mundo en donde el hombre se ha escindido de sí mismo, de la comunidad y de la naturaleza. Fragmentado en su corazón, se vuelve rehén de la dictadura del dinero, se contenta en una pequeña felicidad burguesa y propaga una violencia más o menos consentida. De la mano del pensamiento de Emmanuel Mounier, reflexionamos sobre la necesidad de que surjan nuevos liderazgos que hagan frente al “desorden establecido” e indagamos alternativas de resistencia pacífica.
Casi todo el mundo coincidiría hoy en que vivimos una “crisis de civilización”. La violencia parece regir no sólo la lógica del extremismo religioso o la guerra en sus múltiples manifestaciones, sino también el odio racial, la xenofobia y tantas otras expresiones al interior de cada cultura. Violencia de género, narcotráfico, trata de personas y hasta el aborto –como el crimen del ser más inocente e indefenso–, expresan las distintas caras del “desorden establecido”.
Así denominaba Emmanuel Mounier el contexto de la entreguerra mundial del siglo XX y hoy vemos cómo sus palabras conservan una vigencia estremecedora. El desorden establecido habla de un mundo común de sentido alterado, incluso anestesiado y donde muchos conflictos aparecen invisibilizados.
Un diagnóstico se abre paso con claridad: el hombre se encuentra fragmentado en su propio corazón y escindido de la naturaleza y la comunidad. Falto de vocación, no sabe para qué vive y reproduce mandatos que le son impuestos.
Ahora bien, no hay manera de advertir el mal de nuestro tiempo sino identificando las diversas manifestaciones de su espíritu en nosotros mismos. Y solo si somos capaces de hacer este ejercicio, entenderemos nuestra ligazón con el “drama total de la época” –como diría Mounier–, siendo interpelados por las injusticias prolongadas y movilizados por el dolor de una humanidad que no aprende la lección y reincide.
Sentirnos parte de lo que acontece además de ser una realidad metafísica (todo lo que hago o dejo de hacer impacta a mi alrededor) es una decisión. Puedo perseguir la fantasía de la pequeña felicidad burguesa, poniendo muros a la oscuridad que no quiero ver; o me dejo afectar, sufriendo en mi propia carne el pesar de mi hermano y me hago disponible al acontecimiento.
¿Pero por qué en vez de esta conciencia lo que abunda es el señalamiento del moralista que identifica el mal exclusivamente en un afuera que no lo involucra o el de quien se ha recluido en el blindaje del juicio cómodo y descomprometido?
Quizás sea, me planteo, porque perdimos el sentido del ser en la acumulación de las cosas y sedamos con psicofármacos toda inquietud o malestar existencial. Esta desolación del hombre vaciado de interioridad puede advertirse desde el mismo momento en que nos creemos que somos únicos e irrepetibles, pero descubrimos que deseamos como todos los demás, que buscamos lo mismo que la mayoría y que nos obnubilamos por los ídolos del dinero, el prestigio y la fama.
De este estereotipado universo de la masa resulta la disolución de la personalidad en el anonimato. Sin darnos cuenta “una oscura omnipotencia nos da permiso diariamente para ver horas de televisión basura o leer las peores secciones de los diarios o escuchar los noticieros más sensacionalistas y la música más deleznable, acumulando de este modo en nosotros una enorme resaca de sedimentos espurios que nos va convirtiendo en seres opacos y carentes de toda energía y transparencia”, señala Ivonne Bordelois.
“No hay vientos demasiado favorables para quien no sabe a dónde va”, decía Séneca. Al perdernos de nosotros mismos, de nuestra originalidad y de nuestra potencialidad, lo hacemos también con la comunidad, pues dejamos de ofrecer nuestra vocación al servicio. Nos privamos y privamos a los demás de la riqueza inédita que es nuestra vida y abonamos la tierra de la irrelevancia, de la levedad y en última instancia, de la tristeza por no ser quienes estábamos llamados a ser.
Sin embargo aún sigue allí el camino de la conversión personal, de la contemplación y ¿por qué no? de la meditación y la oración para el conocimiento de uno mismo. En este sentido Gabriel Marcel explica el recogimiento como aquella instancia en la que me recobro como unidad: “En el recogimiento, me pongo en estado de tomar posición ante mi vida. Me distancio de ella de cierta manera y en esa distanciación me llevo conmigo lo que soy y lo que quizás mi vida no es”.
Al hacerme consciente de mi vida, es decir, de mis luces y mis sombras, puedo dar el siguiente paso que proclamaba Mounier: romper con el desorden establecido y dar testimonio de ello.
Probablemente así y solo así tengamos la estatura moral para denunciar los males que nos salen al cruce. Es hora de abordar los temas más espinosos de nuestro tiempo; abrazar a quienes sufren, como agenda de cualquier acción política y humana y anunciar la necesidad de trabajar en la reconstrucción de los cimentos del hombre, para una sociedad más humana.
Muy buen artículo Javier, me hizo refexionar mucho.
Gracias!
María José
Gracias a vos Majo! me alegro